Esto ocurrió hace muchos años, en mi primer viaje a Alemania, donde permanecí todo un invierno con una beca del Goethe Institut.
Imaginen primero la situación: noche de invierno, y de invierno alemán es decir muuuuuuucho frío, y ni un alma en la calle salvo, claro, la que suscribe. Porque mi curso duraba hasta las 16 horas si mal no recuerdo, hora en que ya todos se mandaban a guardar en el pueblo de Iserlohn donde yo estaba. Pero yo seguía por varias horas recorriendo nuevos lugares en mi afán de conocer tanto como fuera posible.
En esa oportunidad era bastante tarde porque yo había tomado un colectivo a un lugar no muy distante, del que ya hablaré en otro momento, y al regreso caminaba hacia mi lugar de residencia, en medio de una semipenumbra, bordeando una zona más o menos boscosa.
De pronto, divisé unos cincuenta metros más adelante a un hombre que caminaba de manera que a mí me resultó muy sospechosa. En efecto, zigzagueba por la calzada, internándose cada tanto en las zonas más arboladas, y reapareciendo cada vez a menos distancia de mi -ya a esa altura bastante preocupada- persona.
Miré a mi alrededor sólo para comprobar que no había nadie más en la calle, y que tampoco estaba cerca de ninguna casa, ni negocio, ni cosa que se le parezca. Decidí que si ese tipo estaba preparándome una emboscada y por eso se escondía y aparecía cada vez más cerca, yo no se la iba a hacer fácil. De modo que le quité la correa al bolso que cargaba, envolví un extremo en mi mano, y dejé unos cuarenta centímetros libres, pensando que con él me defendería a los rebencazos.
Ya me había hecho la película, y hasta pensaba que gritaría como si fuera karateka o algo así para asustarlo y pedir auxilio al mismo tiempo.
En el momento culminante, reapareció mi potencial atacante, ya a una distancia lo bastante corta como para que en la oscuridad distinguiera al fin la causa de tan extraña conducta del paseante.
El pobre hombre, que al final era un señor bastante mayor, estaba paseando a un perrito de tamaño minúsculo, que cada dos por tres se internaba entre los árboles, olisqueando feliz. Por eso sus esporádicas desapariciones en la zona parquizada.
Lo concreto, es que pasado el susto, y ya habiéndole dado alcance, lo saludé elogiando al perrito, como para entablar una conversación y ya no seguir mi camino sola, y ahorrarme así otro susto innecesario.
Así terminamos caminando lado a lado hasta que nuestros rumbos se separaron cuando yo ya estaba muy cerca de mi lugar de residencia y lejos de lo más boscoso.
Por supuesto, tuvo un final feliz, pero pudo ser peor.
Para finales felices, les sugiero que me esperen con la noticia de que le dieron hogar a un perrito o gatito de la calle, ¿les gusta la idea? Pero cuando lo saquen a pasear no anden asustando gente por favor.
Un abrazo y hasta el próximo sábado. Graciela.
La modelo de la foto es Elvira Inés, que desde luego NO está en adopción. Ella fue mi compañerita hasta que con 18 años y medio decidió ser un ángel y voló de mi lado aunque permanece en mi corazón.
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