El que les presento hoy es el capitulo 15 del libro que ya vienen seguramente leyendo.
Capítulo 15. El dios del cura Marcelino.
Este dios comprometido
y solidario del cura Marcelino era como el propio sacerdote: estentóreo,
enérgico, nervioso, impulsivo y hasta violento. Movilizado por una campaña
personal contra la miseria y la ignorancia, este cura enarbolaba su dios algo
rústico y a veces agresivo, más que como una bandera, como una alabarda. El dios
de aquel cura montaraz que me impactó en la infancia, se parecía más a un
Júpiter tonante que al ancianito sabihondo que yo había entrevisto en las charlas
de las monjas, que tan prolijamente se dedicaron a amargarme la niñez.
Tenía ese dios la
bravura, la fibra y la grandilocuencia de Júpiter, pero sumaba a esas
cualidades un código ético que le guiaba al rescate de los huérfanos, los locos
y los transgresores. Como un Júpiter se reservaba pecadillos menores sobre los
que afirmar su naturaleza exuberante. Porque este dios era aficionado al vino,
al juego y a la buena mesa; pero como un santo del más rancio abolengo
cristiano, se enajenaba en una lucha individual contra los pecados mayores: el
robo, la mentira, el desamor o el abandono, todos los cuales achacaba en forma
inconsciente, más que a la naturaleza humana, a los demonios sueltos en la tierra.
Siendo este dios tan apasionadamente humano, y tan fervientemente enamorado de la naturaleza, con todos sus impulsos (capaz de comprender hasta los que debería penitenciar), era por completo incapaz de creer que la maldad se aposentara en los hombres como una afición común, resultante de sus propios temperamentos; y prefería en cambio ver en cada ser ruin, poco menos que un poseído que debía exorcizar.
Siendo este dios tan apasionadamente humano, y tan fervientemente enamorado de la naturaleza, con todos sus impulsos (capaz de comprender hasta los que debería penitenciar), era por completo incapaz de creer que la maldad se aposentara en los hombres como una afición común, resultante de sus propios temperamentos; y prefería en cambio ver en cada ser ruin, poco menos que un poseído que debía exorcizar.
Por eso andaba este
dios bajo la sotana del cura Marcelino, metido en luchas personales contra
engendros, íncubos y diablos que se paseaban por el mundo, aterrorizando a las
más tiernas ovejas, y apoderándose de las más avispadas.
Y Marcelino, como
un pastor, recorría su rebaño espantando a los lobos acechantes, de maneras
nada ortodoxas; ya que si era el caso de desarmar a un violento cuchillero en
una pelea de borrachos, el cura se arremangaba la sotana, y repartía trompadas
como el que más, hasta llamar de esta insólita manera a los contendientes, a
una serena reflexión que los reunía arrepentidos, con los ojos amoratados, y
algo molidos a golpes, en una cristiana pacificación, en que se daban la mano,
bajo la paternal mirada vigilante de Marcelino; listo a emprenderla a
patadones ante la menor señal de desmayo de este fraterno amor, apenas recuperado.
La lucha del dios
de Marcelino contra la pobreza, era también una aventura personal, de difícil
explicación, en la que embarcaba al sacerdote sin excesiva delicadeza. Porque
Marcelino se aprovechaba sin vergüenzas de nuestra ingenuidad con los naipes,
para esquilmarnos en provecho del Cacho, que andaba con el traste el aire, y
que recibía los pantalones producto del juego tramposo del viejo cura, sin
esbozar una sonrisa, porque el pobre no reconocía ni siquiera la diferencia entre
un pantalón y una colmena.
El Cacho, el Poncho,
Juancito y otro montón de loquitos seguían al cura y su dios, por una mera
cuestión de seguridad. Nadie en el pueblo se atrevía a insinuar la menor burla a
estos simples, en presencia de Marcelino. Hacerlo era un desafío suicida. El
menor desprecio hacia sus protegidos, provocaba un rugido enardecido, y la
liberación de un terremoto devastador que invocaba indistintamente a dios al
diablo y a la madre que los parió, mientras repartía cariñosas bofetadas entre
los burlones.
Marcelino amaba y
odiaba sin sordina. Amaba a sus desvalidos. Odiaba a los que los explotaban. Y
actuaba en consecuencia, sin disimulos, embistiendo como un toro a los poseídos
del infierno, capaces de dañar a los débiles o a los indefensos, que en
realidad no eran tales. Porque llamar indefenso a alguien protegido por el cura
Marcelino, era poco menos que ridículo; ya que el ciego toro perseguidor de abusadores,
era también una amorosa gallina, cuando de cobijar desventurados se trataba.
Este dios del cura,
me infundía respeto, pero también temor. Me asustaba su descontrol, su
desmesura. Su fuerza indomada, y su rusticidad, me asustaron lo bastante como
para no hacerlo mío; tal vez por falta de agallas, y quién sabe si no por algún
secreto e inconfesable rechazo a lo que
excede mis categorías lógicas (elegante y cariñosa manera con que yo llamo a
mis prejuicios).
Si quieren ser un poco como Marcelino, bien podrían comenzar adoptando a un desprotegido como Joaquín.
Un abrazo y hasta el próximo sábado. Graciela.
Espérenme con la noticia de que le dieron hogar a un perrito o gatito callejero o rescatado de alguna fea situación.
Recuerden que cualquier cosa que quieran usar de este blog debe incluir la mención de la fuente, porque todo en él tiene protección de propiedad intelectual.
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