Capítulo 16:
El dios de los chicos.
Por supuesto fue
también el mío, antes de que estrenara yo los dioses cultos que me fueron tan
infieles; porque los primeros pasos teológicos, necesariamente incluyen los
inefables dioses analfabetos de los chicos.
Dioses sin demasiada historia y sin
excesivos refinamientos, pero útiles para cada momento y cada necesidad
infantil.
La infancia de la mayoría de los chicos está apuntalada, aun de modo
inconsciente por esa mezcla de magia, mitos, milagros, rituales, ceremonias,
refranes y leyendas que se entretejen
alrededor de Lo Perfecto, para crear un dios a la medida de los niños.
Aun de los
niños que están bajo la égida de irresponsables como yo, que pretenden nada
menos que criarlos con lucidez, incentivando su espíritu crítico. Y si ésas,
nuestras inocentes víctimas sobreviven a tanto agnosticismo, es porque en el
fondo, hay partes de la escenografía que dejamos intactas, más allá de todo cuestionamiento
inteligente, al menos durante los primeros siete u ocho años del desarrollo de nuestra progenie.
Porque, ¿en nombre de qué rigor científico privaría uno a su propio vástago de
Reyes Magos, Navidades y huevos de Pascua, aún sabiendo que ese merengue sacroprofano
dista mucho de ser teología? La risa, la dicha y la imaginación infantil son
causa suficiente para permitirnos mil licencias, que a su vez, nos permiten
cultivar su alegría.
Por eso, el dios de
los niños, es un dios irresponsable, divertido y juguetón, magnánimo y dadivoso
que llena las expectativas más variadas de la fantasía pueril.
Es un dios
protector que se acuesta con los chicos para velar su sueño, ya sea
personalmente o por medio de un Ángel de la Guardia, que los arropa en las noches
de invierno, y refresca en el estío sus frentes impolutas, con un suave y
adormecedor batir de alas perfumadas.
Es un ser
dicharachero que se manifiesta en los bautismos y comuniones, en medio de gran algarabía y colmado de cotillones.
Es un conejo manirroto
y despilfarrador para las Pascuas, que arruina las digestiones infantiles, con
montones de chocolate. Es un niñito hermosísimo que viene cargado de regalos y bullicio
en Navidad.
Es una trilogía
monárquica, que cambia pasto y agua por infinidad de juguetes en la más
maravillosa de las vigilias de la niñez.
Pero es también, y de
a ratos, un padre algo severo que “ya te va a castigar” según amenaza alguna
abuela castradora.
O es un tenebroso
hálito medieval que se enseñorea de las penitencias, los ayunos y las cenizas de
la Semana Santa, colmando de vagas ansiedades la imaginación de los chicos.
Y es la sombra de
una cruz, que oscurece el resplandor de ese dios tan maravillosamente inocente,
tan deliciosamente divertido y tan endomingado, de los chicos de nuestra cultura.
A ese dios, porque
fue mío, porque matizó mi infancia, y porque se lo presté a mis hijos para
Navidad, Reyes y Pascua, le perdono su banalidad, y lo quiero un poco, no sin
dejar de ver que a todos nos ha hecho mercenarios; capaces de ayunar el viernes
sólo por el huevo de chocolate del domingo.
Porque a todos nos quedó en el subconsciente,
la convicción infantil de que bien puede aguantarse la misa del Gallo, a cambio
de los regalos del arbolito navideño.
Y ahora recuerden que los perros, que son eternamente niños, deben tener un dios, al que Lautaro le viene pidiendo un hogar hace ya una vida. ¿Quién quiere ser su Ángel Guardián?
Un abrazo y hasta el próximo sábado. Graciela.
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